Entre
toda la desilusión y tristeza que provoca el caso de Cristián Precht es posible
distinguir algunas luces de humanidad.
La
Iglesia Católica chilena está cumpliendo a cabalidad su compromiso de
transparentar los casos de abusos sexuales, sin importar el prestigio o renombre
de los autores implicados.
Pero
no nos equivoquemos. Aunque los obispos
e investigadores estén demostrando una frialdad increíble al dar nombres y
reconocer culpabilidad, lo cierto es que con cada acusación o sospecha que se
levanta nuestra Iglesia se resiente y nuestros religiosos sufren el dolor de
una herida que llevarán hasta sus últimos días.
Los
religiosos suelen compartir muchos años de sus vidas. Años de formación fuera de sus hogares, el
desapego de sus familias y las dudas
propias de la juventud. Una vez
destinados, muchos de ellos no se ven más, pero otros mantienen sus lazos e
ingresan juntos al mundo de las parroquias, los colegios, el apoyo al mundo
sindical y universitario o a la jerarquía de la Iglesia y, si el destino así lo
quiere, muchos incluso morirán juntos por causas revolucionarias, el hambre o
la misión evangelizadora en lugares lejanos.
Lo
más probable es que detrás de las estoicas declaraciones del Arzobispo Ezzati y
el jesuita Gidi se esconda una pena inmensa al apreciar a su hermano Precht
desnudo frente al mundo y manchado por la debilidad humana.
¿Esta
compasión nos debiera extrañar? Creo que no. Todos hemos vivido la experiencia
de alguna oveja negra dentro de nuestra familia, que un día cualquiera nos
sorprendió con una noticia estremecedora.
Por qué lo hizo. Qué le
pasó. Él no era así. Qué mal espíritu lo poseyó. Son algunas de las preguntas que nos hacemos. Sin embargo, a este individuo malvado y
descarriado no lo hemos abandonado, no lo hemos dejado de apoyar aunque haya
cometido el peor de los errores. Para eso está la familia, para eso están los
hermanos.
Un
segundo hecho que hay que destacar a propósito del caso Precht es su defensa
legal. Un sacerdote ubicado en las
antípodas de la ideología política del acusado decidió defender lo que parece
indefendible. El mediático y polémico
padre Raúl Hasbún, abogado eclesiástico, tomó el caso en lo que fue un baño de
agua fría para los nostálgicos de izquierda y los moralistas extremos de
derecha. ¿Cómo dos enemigos acérrimos se
unen, se defienden, entran en sintonía?
La
respuesta es sencilla, aunque no tanto para los que no han vivido la
experiencia de la fraternidad. Este es
un término que a muchos revoltosos no les sirve, porque les rompe sus esquemas
de lucha, odios y rivalidades, desde donde alimentan sus causas.
El
padre Raúl Hasbún asume la defensa de su hermano en la fe, un vínculo que
supera las luchas políticas y sociales.
Un vínculo que los religiosos siembran, trabajan y atesoran hasta el día
de sus muertes.
Qué importancia tiene
para ambos religiosos que uno haya acogido a los perseguidos políticos del
régimen militar y el otro haya defendido al gobierno autoritario. Sencillamente ninguna. Y no es porque ambos hayan borrado de un
plumazo sus historias de vida, sino porque para ellos el vínculo fraterno es
infinitamente superior a la simple fidelidad política.
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