
Mi hermano coincidió con un amigo de Punta Arenas al cual también invitamos. Nos sentamos, entusiasmadísimos, tomamos la carta, abrimos la página de las tortas y todo quedó en silencio, estábamos extasiados con lo que veíamos, cada torta era un mundo diferente. Y por Dios, pronto tendríamos a una de ellas frente a nuestras narices.
Inocentes, casi perdidos con nuestra exitación, nos olvidamos de nuestros invitados. De pronto sentimos un gran peso sobre nuestros rostros. Esas miradas que pueden tocarte por lo densas. Ojos desorbitados, incómodos e incrédulos. De repente, sentí una voz en mi interior, eso que sucede sólo cuando hay una conexión especial con las personas. Era mi hermano que me decía: No lo puedo creer, qué están haciendo de sus vidas, qué hicieron en esa famosa rucc, que ahora se dedican a tomar cafecito por las tardes de fin de semana. Por supuesto, en realidad no me dijo eso, pero pude leerlo en su fuero interno. Me dijo, en cambio, muy diplomáticamente: nosotros preferimos ir a tomar una cerveza, nos juntamos más rato. Luego de eso, carcajadas, tallas e ironías.
Otro de mis lugares favoritos para tomar café con torta es el Villarreal, un local centenario ubicado en Providencia. En él suelo encontrarme con las fundadoras y miembros de la directiva de la también legendaria institución, Cema Chile, arrugaditas, pero dignas, jorovaditas, pero rubias, pechoñas, pero independientes, pinochetistas con plata y con recuerdos imborrables de su juventud.
Para la próxima vez que venga mi hermano, he decidido llevarlo vendado, sentarlo y amarrarlo a la silla. He decidido someterlo a un sacrificio sobrehumano. Le sacaré la venda de los ojos y le diré: tenís que respetar a tu hermano y hoy compartirás una once con tortita aquí en este lugar. He dicho.
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