
Me atrevería a decir que gran parte de los fracasos en las relaciones matrimoniales se debe a la poca capacidad que tiene la pareja para ponerse en el lugar del otro. Esto es, saber qué es lo que le hubiese gustado, lo que pensaría de esto y aquello, lo que le gustaría que sucediera etc. Anticiparse para provocar una alegría o evitar un reproche. Pero este ejercicio que debe ir precedido de amor, consideración y respeto a los demás, no sólo escasea en las relaciones de pareja, sino que también en el ámbito de la amistad, el marco laboral, educacional, en la relación padres e hijos y, en general, en cualquier grupo humano unido por estos valores. Sería ambicioso de mi parte hablar de las causas sociológicas o psicológicas de este fenómeno, pero a lo menos se percibe en la sociedad un individualismo extremo que no distingue familia, amigos ni lealtad.
Hace 9 años tengo una comunidad de vida cristiana y como jóvenes nos ha tocado escuchar en los medios de comunicación, la universidad y en las reuniones de amigos, el típico discurso postmodernista que sólo legitima lo que produce utilidades personales y ojalá el menor esfuerzo posible. Si seguimos juntos es porque nos hemos permitido meternos en el pellejo de los demás. Dejar atrás el orgullo y la sobervia para dejar que nos ayuden y compartir lo que nos pasa. No es fácil. Es un ejercicio que requiere constancia y preparación. Por eso mi deseo es que, como comunidad, no olvidemos las cláusulas de ese contrato implícito que firmamos hace tanto tiempo y que nos permitía compartir las penas, los fracasos y la soledad... la vida.
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